Hay una aclaración que necesito hacer desde el inicio, no por formalidad, sino por honestidad intelectual: no escribo esto desde la superioridad moral. Hablo desde la experiencia acumulada en auditoría, control interno, asesoría empresarial, docencia, peritajes y también desde procesos personales que obligan a mirar de frente las consecuencias de las propias decisiones. Esa combinación —técnica y vital— termina siendo un lente incómodo, pero clarificador, para observar cómo funcionan realmente las organizaciones en Chile.
Cada cierto tiempo, cuando algún caso sacude la contingencia, vuelve a mi memoria un antiguo spot televisivo que mostraba una nuez impecable. Brillaba como si no tuviera un solo defecto. Hasta que la partían. Por dentro estaba completamente mala. Esa imagen es imposible de olvidar porque describe con exactitud lo que ocurre en demasiadas instituciones: sistemas perfectos por fuera, deteriorados por dentro.
El episodio de la llamada “muñeca bielorrusa” es solo un ejemplo reciente. No importa el objeto; importa lo que revela: aprobaciones automáticas, controles que existen sólo en papel, firmas que se dan por costumbre, ausencia de trazabilidad, procesos que funcionan mientras nadie haga preguntas incómodas. Esa escena no es excepcional; es estructural. La he visto repetirse en el sector público y también en empresas privadas que presumen manuales impecables pero operan en base a confianza personal, informalidad y una sobreestimación ingenua de su capacidad de control.
Pero el verdadero problema no es la anécdota. Es el patrón.
En Chile tendemos a creer que tener documentos equivale a tener control. Pero la evidencia funciona en otra frecuencia: no basta un manual, un canal de denuncias o una matriz de riesgos. Lo que realmente importa es si el proceso crítico se ejecuta cuando corresponde, donde corresponde y con evidencia verificable. De lo contrario, todo queda reducido a liturgia administrativa.
He visto organizaciones celebrar que cumplieron “el 100% de las metas”, como si entregar todas las unidades planificadas fuese sinónimo de impacto. Pero entregar todos los lentes no significa que alguien vea mejor. El cumplimiento sin trazabilidad es solo una ilusión de eficiencia. Otra nuez perfecta por fuera.
Existe, además, un punto ciego que seguimos ignorando, cual es que el riesgo cambia. Cambia cuando entra nuevo personal, cuando se incorpora tecnología, cuando aumenta la presión comercial, cuando una organización crece, se contrae o terceriza. Por eso una matriz de riesgo de hace dos años ya no sirve y una plantilla copiada de internet sirve todavía menos. Si el riesgo cambia, los controles deben cambiar al mismo ritmo. De lo contrario, se vuelven obsoletos por inercia.
Esto no es un problema exclusivo del sector público. Muchas PYMEs creen que controlar requiere un software caro o un departamento de compliance. La verdad es otra: la solución empieza por algo tan simple como instaurar un doble check real, evidencia mínima verificable y una cultura que entienda por qué existe cada control. Sin eso, ninguna herramienta funciona.
Y aquí quiero hacer un punto personal, no para justificar nada, sino para explicar desde dónde hablo: todos, en distintos momentos de la vida, hemos debido enfrentar procesos difíciles y hacerse cargo de decisiones incorrectas. Mirar de frente esos aprendizajes —sin dramatismo, sin excusas— cambia la manera en que uno entiende los controles, las fallas y la importancia de prevenir lo que parece improbable hasta que ocurre.
Desde esa experiencia —técnica y humana— he aprendido que los controles fallan cuando la cultura permite que fallen; cuando la excepción se vuelve costumbre; cuando se confía más en la apariencia que en la evidencia. Lo esencial no es si existe un manual, sino si el proceso resiste una única pregunta:
¿Puede demostrar, con trazabilidad mínima, que dos personas validaron que un gasto, una contratación o una transferencia eran necesarias, correctas y lícitas antes de ejecutarse?
Esa es la verdadera prueba.
Ese es el “test de la nuez”.
Si no somos capaces de partir la nuez y mirar adentro, seguiremos repitiendo la misma historia: instituciones que se ven impecables por fuera, pero cuyos procesos internos cuentan otra verdad.
No escribo esto desde un púlpito, ni para dar lecciones. Escribo desde la convicción de que Chile necesita menos ceremonias administrativas y más rigor operativo; menos confianza ciega y más verificación transparente; menos apariencias y más evidencia.
Porque la integridad —la real, no la declarativa— se define en un solo punto: cuando podemos demostrar lo que hicimos, cuándo lo hicimos y quién lo verificó.
Y es precisamente ahí donde, como país, aún seguimos cojeando.
Tal vez ha llegado el momento de hacer lo más simple, lo más difícil y lo más urgente: atreverse a partir la nuez.
Solo así aparece la verdad.
Escrito por: Jonathan Guzmán Muñoz
Contador Auditor | Especialista en Normas NIIF y Contabilidad Financiera | Perito Judicial

