La violencia de pareja es un problema tan antiguo como presente. Por la incorporación de contenidos referidos a violencia de pareja en programas de televisión, espacios de conversación públicos y privados, parece hacerlo una temática conocida. Difícilmente desconocemos que los golpes, las humillaciones y el control ejercido en el ámbito amoroso es una manifestación inadecuada, sin embargo, la reacción de la población ante este tipo de hechos evidencia el fracaso en los esfuerzos por generar una postura preventiva y comprensiva del fenómeno, por lo que las personas lo siguen tratando como si fuese cualquier traspié relacional, postura que incluso pudiesen tener instituciones que influencian fuertemente a la población.

Lo cierto es que la violencia de pareja no solo es inadecuada, sino que también puede ser un hecho delictivo. En este punto es importante reflexionar acerca de las características particulares que tiene la violencia en contexto de pareja, lo que se encarna en factores de vulnerabilidad, estrategias de victimización, dinámica de los hechos y consecuencias particulares que viven sus protagonistas, así como los efectos que tiene en sus víctimas, lo que lo hace un fenómeno delictual muy particular. Desde el sentido común, si somos objeto de un robo o una agresión, podríamos rápidamente reconocernos como víctimas y desear que el peso de Ley caiga sobre el agresor y sea sancionado, no obstante, el sentido común pareciera no aplicarse cuando estas agresiones son en espacios de intimidad como la familia y la pareja.

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¿Qué factores influyen en que la violencia de pareja sea un problema, del que tanto víctimas como agresores y agresoras no pueden salir? ¿Por qué las víctimas de violencia de pareja no se comportan como las víctimas de otros delitos? De los miles de denuncias que se realizan cada año en estos casos, solo un pequeño porcentaje que ronda en torno al 9% finaliza con una sanción para el agresor o agresora, la mayoría de los procesos judiciales no prosperan ya sea porque las víctimas se retractan o desisten de su participación.

Las causas son diversas, dentro de los factores individuales encontramos historias de maltrato o de negligencia que han vivido tanto víctimas como agresores, lo que socava el autoconcepto y autoestima, propiciando diversos problemas de salud mental, traduciéndose en relaciones de dependencia y control normalizado como una forma de conducta “amorosa”, básicamente si tus principales figuras afectivas de infancia te maltrataron, se genera una profunda convicción de que pueden coexistir amor y sufrimiento.

Igualmente, la incongruencia entre el discurso amoroso y la conducta violenta de la pareja maltratadora atrapa a la víctima, ya que el agresor no agrede las 24 horas del día, por lo tanto, hay momentos y rutinas de la relación en las que si existen muestras de afecto que promueven la ilusión de un cambio o de la suspensión definitiva del maltrato. Frente a esto, la víctima considera que depende de ella que la pareja maltratadora cambie positivamente, por lo que ponen todo el esfuerzo en ello, y así continuamente traspasan sus propios límites, inclusive modifican su conducta a fin de no perturbar las buenas rachas de la relación. Esta sensación de pseudo control, es especialmente esperable en personas que a temprana edad han tenido que cuidarse a sí mismas o a otros, como son los hijos de padres maltratadores, negligentes, adictos o que exponen a sus hijos a situaciones violentas; ya que estos niños, una vez que crezcan considerarán que las cosas fallan, es porque quizás no se han esforzado lo suficiente y claro, creen que el amor requiere sacrificios. Si bien hace años que la violencia dejó de ser un tabú, la reacción de desprecio hacia el dolor de las víctimas, la tolerancia y justificación de la conducta violenta, genera vergüenza en sus protagonistas, dificultando que busquen ayuda.

Escrito por:

Claudia Riquelme Arroyo

Perito del Ministerio Público

Docente Psicología Universidad Andrés Bello

 

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